APRENDER
21/6/2025
CLICA PARA VOLVER
21/6/2025
Cuando tenía veinte años, creía que el conocimiento era algo
que se adquiría y se guardaba en un estante:
carreras, títulos, lecturas obligadas.
Hoy, con sesenta años, sé que aprender es un músculo que se fortalece
con cada latido del día y que, lejos de agotarse,
¡está en su mejor forma!
La experiencia se convierte en el suelo fértil donde germina el asombro.
Cada nueva idea se instala sobre un legado
de viajes, tropiezos, amores, éxitos y fracasos,
y por eso tiene un sabor mucho más profundo.
Además, vivo con la libertad de elegir lo que de verdad me apasiona,
le da al aprendizaje un sabor único,
porque ya no persigo el “qué debo saber”, sino el “qué quiero descubrir”.
La neuroplasticidad neuronal, de la que tanto hablan los que neuro saben poco,
no es privilegio de la juventud.
Ahora, más que nunca antes, me encanta desafiar el cerebro
con mi bajo, con el baile, con el mundo digital, ...
Crear conexiones que mantienen mi mente ágil y despierta.
A esto se suma el regalo de poder saborear cada paso del proceso:
el error se convierte en aliado
y la pausa para reflexionar, en un placer.
El ritmo lo marco yo mismo.
Aprender a los sesenta también estrecha lazos entre generaciones.
Compartir descubrimientos con mis hijas, y pronto con mi nieta,
o con colegas más jóvenes,
enriquece tanto a ellos como a mí, y me recarga de energía para seguir explorando.
Y, por si esto fuera poco, la ciencia asocia el aprendizaje continuo
con un menor riesgo de deterioro cognitivo,
con mejor estado de ánimo,
y con la sensación de propósito para que cada mañana
me levante con la misma emoción de mi juventud, que continúa viva:
¿Qué aprenderé hoy?
En definitiva, en mis sesenta y tantos, no sólo sé más,
también sé aprender mejor.
La curiosidad, esa chispa que nos encendía en los veinte,
brilla ahora con una luz más serena,
más clara y mucho más poderosa.
Y eso es, ...sin duda, maravilloso.
Tener esta edad, no es anunciar el final de un recorrido,
sino descubrir que la carretera se bifurca en mil caminos nuevos.
A esta edad, cada mañana trae un aire distinto:
ya no madrugo persiguiéndo validaciones ajenas,
sino despertando a la aventura de lo desconocido.
Me basta con un libro, un nuevo podcast o una conversación interesante
para encender la curiosidad y comprobar, con una sonrisa,
que mi mente late con la misma energía de hace cuarenta años.
Cuando exploro a través de un libro,
con una nueva partitura musical, o con una receta exótica,
mi cuerpo entero participa porque en todo él habita mi mente.
Aprender no es una obligación, a cualquier edad, es un regalo
que yo me hago a mí mismo, sin prisas, cada día.
Y en ese proceso, la edad se vuelve aliada:
me conozco mejor, sé cómo absorber la información que me interesa y filtrarla sin ruido.
A los sesenta, ...y tantos, el aprendizaje deja de ser un deber
y se transforma en una fiesta diaria.
Cada reto superado fortalece un músculo invisible: el del asombro.
Y cuando celebro mi pequeña victoria
—una frase nueva, una pieza de música interpretada con soltura—
me siento más vio que nunca.
Aprender,
no tiene fecha de caducidad